EL Misterioso Señor Brown

Capítulo I
Jóvenes aventureros, sociedad limitada

— ¡Tommy, viejo amigo!
— ¡Tuppence, viejo trasto!
Los dos jóvenes se saludaron afectuosamente y por un instante bloquearon la salida del metro de Dover Street. El adjetivo «viejo» era engañoso, puesto que entre los dos no sumarían ni cuarenta y cinco años.
—Hace siglos que no te veo —continuó el joven—. ¿Adónde vas? Ven a tomar algo conmigo. Acabarán por enfadarse con nosotros si seguimos impidiendo la salida. Vamos.
La muchacha asintió y echaron a andar por Dover Street en dirección a Piccadilly.
—Veamos —dijo Tommy—, ¿adónde podemos ir?
La ligera inquietud en su tono, no pasó desapercibida al fino oído de la señorita Prudence Cowley, conocida entre sus amigos íntimos, por alguna oculta razón, con el sobrenombre de Tuppence.
—Tommy, ¡estás sin blanca! —exclamó ella en el acto.
—Nada de eso —declaró el muchacho en tono un poco convincente—. Nado en la abundancia.
—Nunca supiste mentir —afirmó Tuppence con severidad—. Aunque en una ocasión hiciste creer a la hermana Greenbank que el médico te había recetado cerveza como reconstituyente y que se había olvidado de anotarlo en la ficha. ¿Lo recuerdas?
Tommy se echó a reír.
— ¡Claro que sí! Se puso hecha una fiera cuando lo descubrió. ¡Tampoco era tan mala la hermana Greenbank! Supongo que el viejo hospital habrá sido desmilitarizado, como todo lo demás, ¿verdad?
Tuppence suspiró.
—Sí. ¿Tú también?
—Hace dos meses.
— ¿Y la gratificación? —insinuó Tuppence.
—La gasté.
— ¡Oh, Tommy!
—No la malgasté en francachelas. ¡No tuve esa suerte! El coste de la vida… sin ningún tipo de lujos es… te lo aseguro, si es que no lo sabes…
—Mi querido muchacho —le interrumpió la joven—, no hay nada que yo no sepa sobre el coste de la vida. Ya estamos en Lyons, cada uno pagará su parte.
Tuppence subió las escaleras.
El lugar estaba lleno, y mientras recorrían el salón buscando una mesa, escuchaban fragmentos de conversaciones.
«Sabes, se sentó y lloró cuando le dije que no podía quedarse con el apartamento». «¡Era una verdadera ganga, querida! Idéntica a la que Mabel Lewis trajo de París».
—Se oyen cosas muy curiosas —murmuró Tommy—. En la calle pasé junto a dos tipos que hablaban de una tal Jane Finn. ¿Has oído alguna vez un nombre semejante?
En aquel momento se levantaron dos señoras y Tuppence se apresuró a ocupar uno de los asientos vacíos.
Tommy pidió té y bollos. Tuppence té con tostadas.
—No se olvide de servir el té en teteras separadas —agregó la joven con severidad.
Tommy llevaba su cabellera pelirroja cuidadosamente peinada hacia atrás y sus facciones, sin ser agraciadas, resultaban agradables e indicaban que, sin duda, era un caballero y un deportista. Vestía un traje marrón de buen corte pero casi raído por el uso.
Formaban una pareja moderna. Tuppence no era muy bonita, pero había carácter y encanto en sus rasgos de duende. Su barbilla era enérgica y sus grandes ojos grises, muy separados, miraban dulcemente bajo sus cejas rectas y oscuras. Llevaba un pequeño sombrerito verde sobre el pelo negro rizado y la falda muy corta y bastante raída, dejaba al descubierto sus delicados tobillos. Su aspecto reflejaba un decidido intento de ser elegante.




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